Las manos de Mama Llanchi eran tan sabias, tan diestras y tan prodigiosas que curaban las enfermedades más raras y desconocidas que la humanidad haya visto. Para todo mal siempre encontraba un remedio.
Ella no era producto de la universidad más prestigiosa ni tenía títulos honoríficos. Su práctica de curandera y su conocimiento de los secretos de las yerbas y plantas medicinales eran su carta de presentación.
Con la cara curtida por el frío bajo la sombra de su sombrero blanco y su inseparable rebozo negro, cual ángel enviado desde el infinito, acudía presurosa a salvar a los enfermos.
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En una ocasión estaba de paso por el centro poblado de Canis el Dr. Melchor Lozano, Juez de Primera Instancia de la Provincia, Había ido al pueblo vecino a tratar de dar solución los interminables y ancestrales líos de linderos entre comunidades. Allí fue testigo de la rara e increíble curación realizada por Mama Llanchi.
Un humilde agricultor, había sido picado por una serpiente venenosa. A los pocos minutos el cuerpo de la víctima se le ennegreció, los ojos se le pusieron blancos, desorbitados y empezó a roncar y delirar con la fiebre.
Los familiares no sabían qué hacer. Con los ojos llenos de angustia miraban al Doctor. El Juez, conocedor de leyes, decretos, artículos e incisos era una nulidad en el mundo de la medicina. Simplemente observaba al hombre que iba a morir y contagiado por el dolor de la familia, comprobaba una vez más el olvido, el abandono en que viven los hombres del ande de nuestra patria.
Ante el inminente desenlace trágico, los vecinos y los amigos, a una sola voz exclamaron: "¡Mama Llanchi, Mama Llanchi, ella le salvará!". Corrieron veloz en su búsqueda y en pocos minutos la anciana ingresaba al cuarto casi oscuro donde el hombre agonizaba y se aferraba a la vida. Le tomó el pulso con toda frialdad y murmuró:
-¡Todavía se le puede salvar!
Seguidamente ordenó a los que estaban junto a ella:
-¡Haber, cuál de ustedes se hace la caca y rápido!
Nadie se atrevía, ya sea por vergüenza o porque realmente su organismo no le exigía; pero, ante el dolor y la desesperación del moribundo, uno de ellos se ofreció y entregó el excremento en un recipiente.
Mama Llanchi, con la tranquilidad del más experto de los galenos, lo tostó y preparó el medicamento. Cuando estuvo listo, mandó abrir con dos jóvenes la boca de su paciente y le hizo ingerir hasta acabar la última porción.
Al cabo de una hora la fiebre empezó a disminuirle y el enfermo sintió mejoría. Al día siguiente, el moribundo que había tocado la puerta de San Pedro, estaba tan sano como si nada le hubiera pasado.
El Dr. Lozano quedó maravillado de la sabiduría de Mama Llanchi, pero, como Juez de la provincia le advirtió terminantemente que en lo sucesivo se abstenga de usar inmundicias para las curaciones. En caso de infringir, sería encerrada en la cárcel, por desacato.
La curandera, un tanto confundida no comprendía la razón de esta amenaza y de esta sentencia. Sabía muy bien que había salvado una vida, sin embargo en lo sucesivo sería condenado a la cárcel por hacer el bien; por lo que moviendo mecánicamente la cabeza, aceptó acatar la orden.
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Transcurrido el tiempo, por circunstancias de su trabajo, el Dr. Melchor Lozano realizaba diligencias en el distrito de Mangas, y debido al frío invernal, repentinamente su esposa enfermó. Cada vez más su salud se deterioraba y la fiebre la consumía. Sumamente preocupado, contrató a cuatro peones, quienes prepararon una pequeña camilla y sobre ella cargaron a la enferma con dirección a Chiquián. Raudos, con la carga sobre sus hombros, pasaron Gorgorillo, la quebrada negra de Gellayrajra, con sumo cuidado bajaron los escarpados caminos de Condorsenga, y al llegar al puente sobre el Pativilca vieron que las aguas estaban tan crecidas. No importándole el mal tiempo, el Juez juraba llegar a Chiquian en cinco horas. Casi corriendo, los hombres pasaron el fundo de Remate, unas cuadras más arriba estaba Llaclla. Prefirieron pasar de frente por el camino que conducía a los dos ríos, pero apenas ingresaron a la quebrada se toparon con el Yarog, de aguas amarillas que baja desde las alturas de Corpanqui, tan bravo como siempre, reventando sus espumosas aguas sobre las rocas; mientras que el Yanayacu o río negro, a unos pasos más allá, que baja desde Ticllos y Cuspón, estaba tan crecido y furioso, roncaba arrastrando tierra, lodo y piedra con sus encrespadas aguas. Era imposible cruzar el Yarog, peor el Yanayacu.
La mujer sobre la camilla, a orillas del río, envuelta con una frazada, agitada y sudorosa se quejaba y deliraba con la fiebre.
El Juez, ante la adversidad, blasfemando entre dientes, miraba las aguas que cual inmensas culebras venían con furia desde las alturas, con la cabeza en alto, amenazantes, y pasaban gritando para perderse tras los recodos. Más allá, al otro lado del río, el camino se deslizaba hacia arriba, con dirección a Chiquián.
Era difícil cruzar ninguno de los dos ríos. Estaba en juego la vida de su mujer por lo que, ante el infortunio, optó por escoger el camino más largo y llegar a Barranca por la ruta de Canis, Llipa, Huanri, Rapay, Cahua y Pativilca.
Los peones subieron con su pesada carga hasta Cusi, faldearon Sakicocha, y al atardecer, en medio de una torrencial lluvia llegaron a Canis.
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Desde el día anterior, el Juez sintió un dolor ligero en la muela. Preocupado por el estado de su mujer no le dio importancia.
Esa noche, cuando junto a sus peones se disponía a cenar, los dolores se hicieron más intensos. A medida que avanzaban los minutos se tornaron insoportables. Gemía, lloraba, literalmente bramaba el Juez y sólo pensaba en morir. En medio de su desesperación se acordó de Mama Llanchi, la de las manos prodigiosas. La mandó llamar para que le quitara el dolor.
Al recibir la comitiva del Juez, ella no aceptó, porque él mismo la había prohibido curar. No podía quebrantar la orden. La palabra del Juez era ley. De hacerlo, su condena sería la cárcel.
El Juez con el dolor que le partía la cabeza, casi gritando, revocó la sentencia y suplicando le decía:
- ¡Cúrame mamacita!. ¡No importa qué remedio uses! ¡Quítame este dolor!
La curandera, al ver el sufrimiento del Juez, un tanto incrédula, preguntó:
- ¡Doctor! ¿Usted no me va encarcelar?
- ¡No madrecita linda -contestó el Juez-
- ¿Va aceptar el remedio que uso?
- ¡Cualquier cosa, pero quítame este dolor que ya no soporto!
Mama Llanchi corrió al corral, escogió una oveja negra, luego arrancó un pedazo de lana del trasero del animal, remojó con orina podrida y un poco de bicarbonato e introdujo en la muela picada del Juez. Aunque el enfermo sentía repugnancia tuvo que aceptar. Pero la medicina fue un santo remedio porque pasado los minutos el dolor desapareció.
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Pensando que el Juez podría quebrantar su palabra, porque así son los abogados, se levantó como un relámpago para desaparecer del escenario. Ya cuando se asomaba a la puerta escuchó los quejidos agónicos de una mujer. Sorprendida se acercó hasta el rincón donde sobre una camilla ubicó a la moribunda, la tomó el pulso y sintió que estaba tan débil. Enfermas en peores condiciones había curado y lo que tenía ella era una bronconeomonía. Unas horas más dejaría este mundo. El Juez con sus condenas y sentencias quedaría viudo.
Sumida en un mundo de ideas, sin pérdida de tiempo salió presurosa y preparó una infusión de yerbas y plantas medicinales, combinó con un poco de orina fresca, luego cogió un trozo de grasa de mula y fue al encuentro de la enferma. La hizo beber la infusión caliente y con la grasa frotó todo el cuerpo de la moribunda. Pasado los minutos la mujer empezó a transpirar y los sudores malolientes no cesaron durante toda la noche. Al amanecer, la encontró aliviada pero completamente débil. Preparó un caldo de gallina negra con raspado de hígado de buey y la convido. Al atardecer la mujer estaba sana y fresca, hasta con una sonrisa en los labios.
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El Juez no tuvo más que reconocer que Mama Llanchi era una curandera para sacarse el sombrero.
Gregorio
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